Saint-Exupéry (veinticuatro)



VEINTICUATRO

La mujer gorda acomodó su rodete mirándose en el espejo retrovisor del automóvil. Podría decirse que era una de esas mujeres que no descuidaban un segundo su apariencia. Enseguida tomó un lápiz labial y recorrió sus gruesos labios con él, confiriéndoles un tono carmín. Miraba de vez en cuando a Lourdes, que estaba sentada a su lado, con la mirada perdida y sus pensamientos vaya a saber en qué sitio. Finalmente guardó el lápiz labial en su bolso y bajó del automóvil. Lourdes la siguió. Ahora ambas estaban paradas frente a la vieja hostería, con sus miradas enfocadas en la omnipotencia que aún seguía desprendiendo la construcción. La fachada de la construcción se alzaba altiva aún tras el paso de los años. Había un silencio absoluto, casi nada parecía tener vida en los alrededores, y si no fuera por el murmullo del correr del agua del río todo se asemejaba a un sueño.

- ¿Estás lista? –preguntó la mujer gorda.

Lourdes asintió con la cabeza y entonces comenzaron a caminar hacia la hostería. Al cruzar la puerta de entrada Lourdes sintió un escalofrío, como si aquel paso hiciera convulsionar de algún modo a su ser interior. Le pareció que el interior tenía algo distinto a cómo lo recordaba de su anterior visita. “Tal vez sea la luz del día”, pensó, pero no quedó muy conforme con aquella auto-respuesta. A cada paso que avanzaban los recuerdos de su padre comenzaban a aflorar. Mientras más los traía al presente y analizaba menos podía entender lo que estaba sucediéndole. No encontraba ninguna fisura que delatara aquella posible doble vida de él. Aun así se sintió traicionada y dolida. Aquella imagen impoluta y venerada que ella mantenía sobre él ahora se veía claramente al borde de un abismo. La mujer gorda caminaba dando pasos cortos y seguros, como las personas que saben perfectamente hacia dónde se dirigen. Subieron las escaleras y caminaron sin decirse ni una palabra. Lourdes jugaba nerviosamente con un anillo que tenía en el dedo anular de la mano izquierda. Finalmente estuvieron delante de la habitación donde se encontraban los retratos. La luz del sol ingresaba por los dos ventanales que tenía la habitación. Las cortinas estaban rasgadas y sus puntas rotas, deshilachadas, tal vez comidas por roedores que seguramente eran ahora los únicos huéspedes del lugar. Todo estaba recubierto por una película muy fina de polvo, que daba una apariencia de manto blanco perpetuo sobre la superficie de las cosas. La mujer gorda avanzó hasta los portarretratos y deteniéndose frente a ellos los miró uno a uno como si aquellas imágenes la transportaran en el tiempo.

- ¿Reconoce a estas personas? –preguntó Lourdes.

La mujer gorda hizo una diminuta mueca y sus ojos quisieron cargarse de lágrimas que enseguida reprimió.

- Sí, los reconozco a casi todos. Dime niña, ¿cuál es tú padre?
- Ese, el que está junto a la mujer y el niño.

El portarretrato estaba tal cual lo habían dejado días atrás Lourdes y Enrique, inclusive tenía marcados los dedos sobre el polvo que recubría el vidrio. La mujer lo tomó entre sus manos y lo acercó lo suficiente para observar a las personas fotografiadas. Inmediatamente esbozó un gesto que a Lourdes le pareció de admiración, sorpresa tal vez; luego una leve sonrisa se dibujó en sus labios color carmín.

- Sí, sí, recuerdo a este hombre. Yo era niña y solía venir en bicicleta a jugar de este lado del río. Los Cruiff querían mucho a los niños del pueblo, tal vez porque ellos no habían podido tener hijos, y a mí siempre me tuvieron como entre algodones. Me solía sentar con ellos bajo la galería y desde ahí observábamos cómo los huéspedes iban y venían, o bien como pasaban la tarde junto al río. Algunos usaban la hostería como lugar de pernocte, otros como un sitio de descanso, y podían pasarse hasta una o dos semanas aquí disfrutando de la tranquilidad y el paisaje. Este hombre, el que tú señalas como tú padre en la fotografía, supo venir varias veces. Lo recuerdo bien. Siempre vestía correctamente y usaba saco y corbata. Era amable y cordial. Una o dos veces se dirigió a mi persona dándome un dulce. Le gustaba sentarse con la mujer de la fotografía a orilla del río mientras el hijo jugaba con los pies metidos en el agua.
- ¿El hijo de ambos? –preguntó Lourdes un tanto aturdida.
- Sí. Supongo que era el hijo, pues lo llamaba así cada vez que se refería a él.

El rostro de Lourdes se transfiguró. Prontamente sus pómulos se cargaron de un color rosado intenso y sus ojos de lágrimas. Le fue imposible contenerse y desencajar un llanto, que aunque fue breve, fue muy sentido. La mujer gorda, en un acto reflejo, tomó a la chica entre sus brazos y ahogó su sollozo en su pecho. Aquella imagen causaría ternura a cualquiera y a su vez dolor. Un dolor enarbolado por la traición y por el engaño. Su héroe, el hombre que le había dado la vida, ahora solo era una mera imagen de su mente y su memoria. El nuevo retrato de él se asemejaba al de alguien desconocido, a una persona de la cual tan solo reconocía sus facciones pero a la cual no la vinculaba nada sentimental. Tras un rato de sollozar la mujer gorda apartó a Lourdes y la miró a los ojos.

- Debes ser fuerte. No estás sola. Estás conmigo. Te ayudaré, no te dejaré sola –volvió a repetir.

Lourdes con los ojos rojizos y las lágrimas deslizándose por sus mejillas asintió con un movimiento de cabeza, aún siendo consciente que aquellas palabras provenían de una persona que era completamente desconocida para ella, tan solo alguien que el destino ahora había puesto en su camino y solo eso.

- Es increíble que aún estos portarretratos sigan aquí. Este lugar ha sido morada de vagabundos, de parejas que vienen a tener sexo, inclusive se rumoreó que servía de aguantadero a ladrones rurales, y sin embargo nadie tocó jamás estas fotografías. Todo está intacto tal cual como lo dejaron aquella mañana los Cruiff tras su partida.

Mientras la mujer gorda sostenía algunos portarretratos en sus manos se hizo un silencio en la habitación. Lourdes mantenía entre sus manos el portarretrato de su padre y recorría el rostro de él con la punta de su dedo índice, como si con aquella acción acariciara el recuerdo del hombre que ella tanto amaba.

- ¿Sabes algo más de mi padre?
- A decir verdad no –respondió la mujer gorda-, aunque sí recuerdo el nombre del niño porque ambos teníamos más o menos la misma edad y una vez jugamos juntos. Se llamaba Esteban. Sí, Esteban. Y la mujer, la que siempre consideré su madre, le decía “Tebi” cariñosamente.
- “Esteban”… -dijo Lourdes pronunciando la palabra con un todo delicado y lejano.
- Sí, Esteban –repitió la mujer. Si vive debe tener más o menos mi edad. Pero otro dato no puedo darte. Fue hace muchos años y solo recuerdo eso que te he contado. Mi memoria no es de las mejores, ya tiene sus años…
- Sí, gracias. Me sirve –acotó Lourdes. ¿Acaso se acuerda del nombre de la mujer?
- No, de ella no, nada. El hombre, bueno, tú padre, la llamaba por palabras tales como “amor” o “querida”, pero jamás se dirigía a ella por un nombre de pila.

Amor”, “querida”, palabras que Lourdes al escucharlas no solo herían sus tímpanos sino que rasgaban directamente su corazón. Finalmente ambas dejaron los portarretratos que tenían en sus manos sobre el borde de la chimenea y salieron de la construcción. Una vez afuera, la mujer gorda se apoyó en el automóvil, sacó un atado de cigarrillos rubios de su cartera y puso uno entre sus labios. Hizo un convite a Lourdes, pero ésta lo negó con su cabeza. Raspó un fósforo y encendió el cigarrillo. Tras unas pitadas exhaló el humo de sus pulmones, tocó por un acto mecánico su rodete, y se quedó mirando perdidamente la costa del río. Ya era casi mediodía. Unas pocas nubes intentaban ahogar la luz del sol entre ellas pero no lo lograban. El humo del cigarrillo de la mujer se elevaba lentamente y se perdía a favor del viento.

- ¿Vivirá? –dijo Lourdes.
- ¿A quién te refieres? –respondió la mujer gorda tras darse media vuelta y enfocar su mirada en la chica.
- Al niño.
- Tal vez. Yo estoy viva, y él tiene mi edad más o menos, como te dije. Seguramente vive ¿Qué estás pensando, niña?
- Quisiera saber de él y si es hijo de mi padre en realidad. Pero mientras más lo pienso menos se me ocurre cómo podría hacer para encontrarlo. No tengo datos. Solo sé que ese hombre era mi padre, de ahí en más no hay nada más que me lleve al niño.
- Mmmmm… -dijo la mujer gorda mientras daba otra pitada al cigarrillo. Tal vez haya una posibilidad de conectarte con él.
- ¿Sí?, ¡¿cómo?!
- Cuando la hostería se habilitó llevaba por reglamento un registro de sus huéspedes. Una copia de ese registro debía ser presentado mensualmente a la municipalidad del pueblo y al departamento de policía. Seguramente en alguno de los archivos de ellos esté registrado el nombre de tú padre y algún otro dato que te ayude a vincularte con el niño de la fotografía. Eso sí, antes, todo se hacía sobre papeles, no existían las computadoras, así que probablemente, si encontramos algo, deberemos nadar entre una maraña de papeles en algún sótano o archivero lleno de cajas.
- Eso me tiene sin cuidado –dijo Lourdes-, pues si existe tal posibilidad me encantaría poder aprovecharla y saber finalmente si ese niño es mi medio hermano o no.
- Entonces no lo pensemos más –dijo la mujer gorda. Pongámonos a trabajar.
Ambas subieron al automóvil y mientras la mujer daba arranque al motor y se acomodaba el rodete frente al espejo retrovisor Lourdes repasaba con un pañuelo su rostro quitándose algún dejo de lágrimas.
- ¿Te encuentras mejor, niña?
- Un poco. Esto era algo inimaginable para mí.
- Lo entiendo. Pero la vida tiene estas sorpresas, niña. A veces uno se levanta por las mañanas, abre las ventanas, ve un hermoso sol, un cielo radiante, y de repente, en un segundo, todo aquello se opaca por algún incidente o mala noticia. Eso es el destino. También podemos morir en un segundo, y cuando eso pasa ya está, ya todo ha pasado y pasamos a ser parte de un acto reflejo más del mismísimo destino. Sé que mis palabras no sirven de mucho, pero al menos intenta no polucionar tú cabeza con pensamientos negativos. Tener clara la mente te animará a tener el corazón tranquilo. Así como el destino fue capaz de ponerte esta sorpresa en tú camino de vida, también ya se está encargando de que tú le encuentres alguna respuesta. Después de todo no podemos zafarnos de su influjo. Quiérase o no siempre estamos atrapados dentro de su espiral.

Lourdes asintió y dio un diminuto beso espontáneo en la mejilla regordeta de la mujer. Esta se sobresaltó y sonrió inmediatamente. Acto seguido ambas se abrazaron y se mantuvieron así, sin moverse, en aquella posición.

Ya en la ruta el automóvil se dirigía al pueblo. Ambas mujeres iban en silencio, con la mirada perdida en la línea blanca del carril, y sus pensamientos iban enfocados en encontrar el inicio de aquella trama que el destino, sin tapujos, había puesto en sus vidas.


(Continuará en un próximo capítulo...)

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(Imagen: http://goo.gl/DhDGO )

2 comentarios:

SIL dijo...

Queramos o no siempre estamos atrapados dentro de su espiral.

Esta línea es muy poderosa, Miguel.

La historia dio un giro interesantísimo.

Ya veremos.

Beso, Errante

SIL

Cecis ... funámbula dijo...

Mucho tiempo sin venir...mucho por leer...tratare de ponerme al dia, mientras tanto, te dejo un abrazo!